Con motivo de preocupantes noticias en Latinoamérica

La reciente detención del ex Presidente de Brasil, Ignacio Lula da Silva, causa conmoción no sólo en su país de origen sino en Latinoamérica y el mundo. Debe causarla.

No sólo por la gravedad que trasunta que quien ha sido investido del más alto cargo de un país termine siendo condenado por hechos de corrupción, deshonrando dicho cargo, sino por la forma en que resulta encarcelado.

 Es bien sabido que la sentencia condenatoria en su contra no se encuentra firme, sino que sólo ha sido confirmada en segunda instancia, estando pendiente de revisión ante el Tribunal Superior de Justicia y el Tribunal Superior Federal de Brasil. Sin embargo, una doctrina jurisprudencial del año 2016 del TSF brasileño, permite que un imputado comience a cumplir la condena que fuere confirmada en segunda instancia, aún cuando la misma no esté definitivamente firme. Tal es el caso de Lula.

Para sentar tal doctrina, el TSF ponderó que, con una confirmación en segunda instancia, se agota la discusión judicial sobre la materialidad del hecho, su carácter ilícito, su calificación legal y la participación en él del inculpado. Es decir, que estaría probado el delito y la responsabilidad del acusado. Siendo que las instancias de revisión ante el TSJ y el TSF son de carácter extraordinario, pues en ellas ya no puede revisarse el aspecto material del proceso, sino el meramente formal. Es decir, que en su sustanciación y sentencia se hayan respetado los requisitos procesales, principios y garantías constitucionales aplicables al caso. 

No se trata de inmiscuirse en los asuntos internos de otro país soberano y amigo, que merece todo el respeto y aprecio. Al contrario. Pero quien es abogado y ha estudiado para defender la Justicia y las libertades individuales, no puede guardar silencio ante la arbitrariedad. Sobre todo, cuando lo que está en juego son los más elementales principios y derechos que hacen a la dignidad del hombre. Ante una situación así, no hay fronteras que impidan el juicio crítico y la denuncia.

Mal que le pese a quien sea, en rigor de verdad Lula no está condenado por sentencia firme. Siendo esto así, le asisten plenamente todos los derechos y garantías inherentes a la sustanciación de un proceso que no ha concluido, pues aún resta una instancia de revisión final, aunque ésta sea extraordinaria y sólo pueda ocuparse de cuestiones formales. Repárese que, de prosperar dicha instancia, el proceso o la sentencia podrían ser eventualmente anulados, con lo que no habría condena que ejecutar.

Bajo este prisma, comenzar a cumplir una condena que, en sentido estricto, no se puede afirmar que sea correcta y que no vaya a ser revocada o modificada, resulta un despropósito y una injusticia. Implica encerrar a alguien “por las dudas” que finalmente corresponda hacerlo, a la par que representa una innegable coacción sobre los jueces que deben revisar tal asunto, al ponerlos en la difícil situación de tener que eventualmente desautorizar un acto del Estado de tamaña gravedad.

Empezar a cumplir una pena no firme, no es cumplir una pena como corresponde, sino cumplirla anticipadamente. Es decir, antes de que realmente corresponda hacerlo. Y lo que es peor aún: sin tener la certeza definitiva de que corresponda hacerlo. Es obvio que esto no puede ni debe ser así.

Afectar la libertad ambulatoria de una persona, confinándolo a un recinto cerrado, mientras se sustancia un proceso (que aún no ha concluido), no es empezar a cumplir una condena sino imponerle prisión preventiva o cautelar. Pero ¿preventiva o cautelar de qué? ¿Cuál es el peligro procesal que justifica esa medida de coerción durante el juicio? ¿Acaso hay riesgo de que entorpezca la investigación o de que se fugue? 

La investigación ya ha concluido, no restan pruebas que producir y sólo queda una instancia de revisión que es meramente valorativa. Por lo demás, indicios de voluntad de profugarse no hubo jamás ni los hay, al extremo que el propio afectado se entregó voluntariamente a cumplir con la manda injusta en su contra.

Aunque sea un motivo proscrito por la doctrina de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, tampoco hay alarma ni conmoción social que justifique semejante medida. Al contrario, está a la vista que es esta medida, precisamente, la que contribuyó a generar una alarma y conmoción social, que no tiene nada que ver con el supuesto delito que se le imputa al ex presidente sino con la injusticia de su detención.

¿Cuál es la razón entonces que justifica este encierro? Supuestamente, una interpretación jurisprudencial habilita este entuerto. Pero ya decía Cicerón que la ley injusta no es ley. Máxime, cuando su injusticia radica en avasallar arbitrariamente la dignidad de la persona.

Sobre el tema, resulta ilustrativo recordar que, según el principio pro hómine del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, siempre debe aplicarse en el caso concreto la disposición o la interpretación que más derechos otorgue y más favorezca a la persona frente al poder punitivo del Estado. Pues bien, la interpretación más favorable a los derechos de la persona es aguardar a que la sentencia en su contra esté definitivamente firme para exigirle que empiece a cumplirla. Pero esto no se ha respetado y cabe preguntarse nuevamente por qué.

La verdadera razón que subyace detrás de la doctrina invocada y de la medida dispuesta está acaso escondida en la inconfesada finalidad de satisfacer la sed de castigo (y con ella de venganza) de cierto sector de la sociedad que, comprensiblemente indignado por los delitos de corrupción, clama al cielo por ver a los responsables “pagar” en la cárcel por haber defraudado la confianza que la sociedad les diera al elegirlos para representarlos y administrar los bienes e intereses del Estado. Por ello, demandan juicio y castigo. Por ello, no quieren impunidad. Y al pedir que “paguen”, en realidad, lo que pretenden es ver “sufrir” al condenado por lo que hizo. No que pague, porque pagar no puede o no quiere. La experiencia indica que generalmente no devuelven casi nunca el dinero burlado.

La sociedad quiere dolor, sufrimiento. Y de ahí que se hable de castigo y de pena, con la connotación aflictiva y de padecimientos que ella comporta.

Nadie repara, por caso, que la finalidad de castigo y sufrimiento está expresamente prohibida por los principales instrumentos internacionales en materia de derechos humanos y muchas legislaciones del orbe. 

El Artículo 5 inc. 6 de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH) establece que “Las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados.”

Y en ese sentido, se inscribe el Artículo 26 de la Constitución de la República Oriental del Uruguay, que determina que “En ningún caso se permitirá que las cárceles sirvan para mortificar, y sí sólo para asegurar a los procesados y penados, persiguiendo su reeducación, la aptitud para el trabajo y la profilaxis del delito.”

Así como el artículo 18 de la Constitución Argentina, que establece que “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice.”

En Europa, el Artículo 25 de la Constitución Española prevé que “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados…”

Como es de ver, la pena no puede tener un fin vindicativo o aflictivo. No puede ser retributiva. Sino sólo preventiva. No importa lo que reclame emocional e irracionalmente cierto sector de la sociedad. La justicia no es cuestión de mayorías ni de turbas, sino de un juicio prudente, sosegado y racional.

Esa pena sólo puede imponerse luego de un proceso judicial, realizado con todas las garantías que permitan la defensa del inculpado, y una vez que el mismo esté definitivamente concluido, terminado. De lo contrario, la pena no es la “consecuencia” o “conclusión” del proceso sino una “condición anticipada y concomitante” al mismo, lo que la convierte en arbitraria, ilegal e injusta.

Que la pena sólo pueda ser impuesta -y por lo tanto, cumplida- al concluir definitivamente un proceso surge también de numerosos instrumentos internacionales.

El Artículo 11 inciso 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) dice que "Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa.” 

Una previsión similar contempla la Declaración Americana de los Derechos del Hombre (DADDH), cuando en su Artículo 26 establece que “Se presume que todo acusado es inocente, hasta que se pruebe que es culpable.” 

Lo mismo hace la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH), en el Artículo 8 inciso 2, al prever que “Toda persona inculpada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se establezca legalmente su culpabilidad.”

La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) tiene dicho que “la presunción de inocencia … es un elemento esencial para la realización efectiva del derecho a la defensa y acompaña al acusado durante toda la tramitación del proceso hasta que una sentencia condenatoria quede firme.” (CIDH, “Cabrera García y Montiel Flores vs. México” del 26/11/2010, Serie C, Nro. 220).

De igual modo, el Artículo 6 inciso 2 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales (CEPDH) establece que “Toda persona acusada de una infracción se presume inocente hasta que su culpabilidad haya sido legalmente declarada.” 

Pues bien, la prueba definitiva de esa culpabilidad solamente surge de una sentencia firme pasada en autoridad de cosa juzgada, no antes. Ese momento llega cuando no queda ninguna instancia de revisión, ordinaria ni extraordinaria. Si hay instancias pendientes, quiere decir que el debido proceso legal aún no concluyó y que la condena no está firme ni es definitiva. 

Sin sentencia firme ni definitiva, no hay condena válida que pueda (ni deba) empezar a ser cumplida. Lo contrario, importa una detención o prisión arbitraria. No importa que una ley positiva (o una interpretación judicial) interna de un determinado país lo permita. De ser así, dicha ley (y su interpretación) es arbitraria e injusta y, por tanto, inconstitucional, por violación de las garantías básicas que hacen al respeto de la dignidad humana.

El cumplimiento de la legislación o de la jurisprudencia nacional no es suficiente a los fines de justificar la legalidad de la prisión, sea que se imponga como medida cautelar o como pena de cumplimiento efectivo. El Artículo 5 inciso 1 del CEPDH requiere además que cualquier privación de libertad debe estar en consonancia con el propósito de proteger al individuo de cualquier arbitrariedad. Así lo entendió el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en “Bouamar contra Bélgica” del 29/2/88 y “Steel y Otros contra Reino Unido” del 23/9/98, entre otros fallos del TEDH, en los que señaló que se debía comprobar si la legislación interna es acorde con el CEPDH, incluidos los principios generales contenidos en él, ya sea de manera implícita o explícita, fundamentalmente con el principio de seguridad jurídica. Sobre este principio y el estándar de “legalidad” de la privación de libertad, el TEDH explica que dicho estándar del art. 5 inc. 1 del CEPDH está relacionado con la “calidad de la ley”, lo que quiere decir que cuando una ley nacional interna autoriza una privación de libertad debe ser suficientemente accesible, precisa y predecible en cuanto a su aplicación, con el fin de evitar cualquier riesgo de arbitrariedad, siendo esencial que la legislación nacional defina claramente las condiciones de la detención (ver “Del Río Prada contra España” [GS], Nro. 42750/09, TEDH 2013 y “Grabowki contra Polonia” del 30/6/2015). [conf. Barja de Quiroga, Jacobo, “Doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos”, pág. 60, Ed. Tirant Lo Blanch, 2018, Valencia, España].

En Brasil, una interpretación jurisprudencial novedosa del año 2016 cambió dramáticamente las condiciones de la libertad de la persona durante el proceso, al extremo que debe empezar a cumplir una pena, aún cuando la sentencia que la impone ni siquiera está definitivamente firme. Esa doctrina no respeta el estándar de legalidad del que habla el TEDH, ya que impone un criterio que no es “accesible”, “preciso” ni muchos menos “predecible” en su aplicación, y ello ha quedado patente en el debate suscitado por la situación del ex presidente Lula, cuya prisión presenta contornos de alarmante arbitrariedad.

En ese sentido, el Artículo 7 inciso 3 de la CADH, es claro al prescribir que “Nadie puede ser sometido a detención o encarcelamiento arbitrarios.”

Y el artículo 5 inciso 53 de la propia Constitución de Brasil, reza que “nadie será privado de la libertad o de sus bienes sin el debido proceso legal.”

Una vez más: no puede haber pena sin el debido proceso legal. Y el proceso legal debe haber concluido definitivamente, cuestión que en el caso que nos ocupa es claro que no ha acontecido.

La presión de ciertos medios de prensa y de un sector importante de la sociedad condiciona, de manera evidente, la actuación de los magistrados que, por temor a la repulsa de esos elementos, adopta decisiones demagógicas, arbitrarias e injustas. Lo que prima es acallar el clamor popular que condena la corrupción y rechaza la impunidad. Lo que prevalece es la conveniencia de quedar bien con cierta opinión “publicada” y “castigar” al presunto corrupto. No importa que no se haya establecido definitivamente si el supuesto corrupto en realidad lo es y en su caso, qué sanción merece. No importa. Lo que importa es la retribución, el castigo, la venganza, que se reclama. No importa que no puede haber retribución ni castigo. Tampoco importa. Lo que importa es lo que pide la gente, en su rol de pretendida víctima.

Al respecto, uno de los más destacados tratadistas argentinos de Derecho Penal de la actualidad, el Dr. Edgardo Donna, enseña que “la pena como sanción jurídica nunca debe ser una venganza, ya que en el sistema que hemos elaborado la pena no se rige por datos empíricos, como es el emocional en que se basa la venganza, sino que es un instituto eminentemente normativo, en el sentido que frente a la violación o el ataque a la autonomía de la voluntad de una persona, el Derecho ha dispuesto que sea un tercero (el juez) el que deba restablecer el Derecho, evitando así la venganza y la desproporción de la sanción y quitándoles a los particulares la posibilidad de determinar qué es lo justo de lo injusto. De allí la limitación lógica y jurídica que debe tener la víctima en el problema. El delito y con ello la sanción es un problema del Derecho y no ya de la víctima, que en el nivel empírico tendrá la posibilidad de control de los órganos del Estado, pero no de suplirlos. Lo contrario sería volver al Derecho primitivo, del cual el hombre tardó, con trabajo, en salir.” (Donna, Edgardo, “Derecho Penal – Parte General”, Tomo I, pág. 316, Ed. Rubinzal Culzoni, 2006, Santa Fe, Argentina). 

Es francamente peligroso atender a lo que sólo quieren las víctimas o un sector de la sociedad. El insigne Francesco Carrara en su obra “Derecho Penal” (pág. 63, Ed. Oxford, 2000, México), al ilustrarnos sobre la evolución del Derecho Penal a lo largo de la historia nos advierte sobre los peligros de volver a un principio despótico, con estas palabras: “…aquel que yo denuncio como principio despótico, no tiene como condición suya el predominio de la voluntad de uno solo o de pocos, sino cualquier predominio de una voluntad humana sobre los dictados de la justicia eterna; y tan viciado es el fundamento de la punición cuando procede a la violación de los derechos humanos por la necesidad o el gusto de pocos, como de muchos.”

El principio despótico en el pasado estaba encarnado en la Justicia aplicada por la sola voluntad y deseo del monarca, con prescindencia de que su voluntad y deseo fueran realmente justos. En el presente, y particularmente en este caso, se corre el riesgo de resucitar ese principio despótico si se pretende hacer supuesta justicia en función de la voluntad y deseo de los medios o de cierto sector de la sociedad, por más mayoritario que este eventualmente sea.

El Profesor de Derecho Penal y de Teoría del Derecho de la Universidad de Columbia de Nueva York, George P. Fletcher, en su obra “Gramática del Derecho Penal” (pág. 348, Ed. Hammurabi, 2008, Bs. As., Argentina), nos enseña que “El proceso penal no debe ser entendido como un intento por gratificar el deseo de las víctimas de que el delincuente sea castigado, aunque ese deseo revista el deseo de venganza en forma de justicia. La afirmación correcta de la justicia requiere que se haga abstracción de la particular víctima.” 

Nadie puede discutir el legítimo derecho de la sociedad brasileña a obtener Justicia ante un supuesto hecho de corrupción cometido en su perjuicio. Pero este derecho a la Justicia, como ningún derecho, no es absoluto ni puede realizarse de cualquier manera y a cualquier precio. Sino que debe concretarse sobre la base de un procedimiento reglado, sujeto a diversas garantías, sin las cuales la Justicia pretendida se transforma en la más grande Injusticia.

Si el ex Presidente Lula cometió finalmente el hecho que se le reprocha, pues deberá afrontar la consecuencia legal prevista. Pero sólo a partir del establecimiento definitivo de esa responsabilidad, cuestión que al momento no acontece, desde que queda una instancia de revisión extraordinaria que resta pronunciarse. Es decir que sólo debe empezar a cumplir su condena, si ésta finalmente queda firme, concluyendo el proceso que aún hoy está abierto.

Nadie defiende la impunidad ni la corrupción. Al contrario. Pero la corrupción, como ningún delito, no puede ser perseguida a cualquier precio, sin reparar en límites, principios ni formas. Latinoamérica ha pagado un precio demasiado alto en un pasado no muy lejano, por declamar querer hacer Justicia a cualquier precio. Miles de personas torturadas, ilegalmente detenidas, desaparecidas y muertas constituyen la memoria siempre presente de lo que no debe volver a ocurrir “Nunca más”. Y es que el Estado no puede perseguir de cualquier manera lo que considera es delito, sino en el marco de las garantías judiciales universalmente exigidas en el respeto irrestricto a los derechos humanos esenciales de toda persona.

Por lo demás, queda como deuda pendiente agotar el debate inconcluso que, desde los albores de la historia del Derecho Penal, nos persigue como una sombra misteriosa e irresuelta… ¿Qué perseguimos con la pena, que fin buscamos con ella? Ya hemos visto que los más importantes instrumentos internacionales y legislaciones del mundo abjuran de toda finalidad retributiva y de castigo, y pregonan buscar la enmienda, la resocialización y la prevención.

Pero un sector importante de la sociedad en el mundo sigue reclamando la pena como una respuesta legítima que obligue al delincuente a “pagar” su deuda con la sociedad, a través del dolor que el castigo le impone. En tal sentido, no pocas veces se lee y se oye decir querer que tal o cual persona se pudra en la cárcel, con toda la innegable intención de provocar sufrimiento que lleva semejante expresión.

Será hora entonces que eduquemos, quizás, a esa porción de la sociedad que parece querer volver a los tiempos del Talión. Será hora, tal vez, de reflexionar para qué queremos que una persona de más de setenta años de edad pase doce años en la cárcel, qué buscamos con ello. ¿Qué prevención, qué resocialización, qué enmienda se busca realmente? Llamemos las cosas, por su nombre, por favor: ¿No estamos buscando solamente un castigo ejemplar?

No estoy defendiendo la corrupción ni la impunidad, insisto. Pero tampoco defiendo la venganza, la arbitrariedad ni la irracionalidad. Sólo pretendo que pensemos un instante en qué mundo de odios viscerales y castigos desmedidos (o acaso, ¿sin sentido?) nos estamos convirtiendo.

Un mundo donde, mucho me temo, la libertad y la justicia corren peligro.

 

Claudio Lamela

Abogado